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CONFERENCIA: REFLEXIONES SOBRE LA EDUCACIÓN EN EL SIGLO XXI

  • Foto del escritor: Domingo Araya
    Domingo Araya
  • 28 abr 2020
  • 17 Min. de lectura

Buenas tardes, quiero en primer lugar agradecer a la Rectora de la Universidad Autónoma, la doctora Clemencia Bonilla, por su invitación a participar en este ciclo de conferencias.

Estoy muy contento de poder hablar en esta institución, en esta ciudad y en este país a los que me siento muy vinculado desde hace muchos años. Vine por primera vez en el año 1974 y fui acogido, como tantos otros chilenos, con generosidad y solidaridad. Desde entonces y después de residir seis años, he vuelto muchas veces. Estoy muy agradecido con Colombia y, realmente, me siento y me honro de ser un colombiano más.

En este momento, este país vive un momento muy importante de su historia. Tras muchos años de un cruento conflicto armado que ha dejado miles de muertos, heridos, desplazados y damnificados, se prepara para una reconciliación mediante un complejo, difícil e incierto proceso de paz. Quiero felicitar a todos los que trabajan para que esta paz sea posible y quiero sumarme a los que aportan lo mejor de ellos mismos para que la convivencia pacífica sea una realidad. Este país se merece la paz y la educación tiene que enseñar a esta sociedad a quererse más a sí misma, como dijo García Márquez.

Comencé a trabajar como educador muy joven. He ejercido la docencia en Chile, en Colombia y en España. Este trabajo me ha permitido estudiar y formarme a mí mismo al tiempo que intentaba educar a mis alumnos. Nunca me he sentido alienado en este oficio, pues lo ejercía como un ser pensante y libre que dialoga con otros iguales y todos juntos buscando claves para responder a los grandes interrogantes y problemas del ser humano.

Me siento un privilegiado por haber podido conocer a lo largo de mi vida a grandes maestros, vivos unos y otros que a través de sus obras siguen estando presentes. También los viajes me han permitido conocer diferentes realidades y estilos de vida, lo cual me ha hecho ampliar y relativizar mis puntos de vista.

El tema de esta charla es cómo debe ser la educación en el momento actual, es decir, a comienzos del siglo XXI, época que algunos llaman tardomoderna o posmoderna. Es un tema de gran importancia para todos los que pensamos que la auténtica revolución es la educación y que es necesario cambiar la educación para cambiar el mundo. Haremos una reflexión filosófica, es decir, desde ese saber de saberes que es la filosofía. La filosofía es, según Hegel, una de las cuatro manifestaciones del Espíritu; las otras tres son el arte, la religión y la ciencia. Entre las cuatro hay interrelaciones aunque en nuestro caso predominará eso que también Hegel llamaba el “trabajo del concepto”, es decir, la filosofía. El pensamiento filosófico es lo que Aristóteles llamaba “teoría”, algo distinto del cálculo, propio de la razón instrumental. Según Han, la filosofía “constituye una decisión esencial, que hace aparecer el mundo de modo completamente distinto, bajo una luz del todo diferente. Es una decisión primaria, primordial, que dictamina qué es pertinente a algo y qué no lo es, qué es y tiene que ser y qué no”. La filosofía no es acumulación de datos, de información, sino una narración que interpreta y que es capaz de seducir y de conmover. No olvidemos que el filósofo es el amante del saber y que, por lo tanto caminaremos de la mano de Eros. No olvidemos que la principal preocupación de la filosofía es ético-política: construir juntos, más allá de la mera vida, una buena vida.

Cabe iniciar nuestro andar formulando una pregunta insoslayable y que el primero en plantearla fue Th. Adorno y que dice así: ¿Es posible seguir filosofando después de Auswichtz, el Gulag e Hiroshima? Yo agregaría una lista de males que llegan hasta nuestros días. Vivimos en un mundo lleno de problemas. Aparte del hambre y de la miseria de casi la mitad de la humanidad, de las guerras en distintos lugares del planeta, casi siempre por la obtención de fuentes de energía y de control estratégico, existen otros problemas que, junto con los anteriores, constituyen una vergüenza para la humanidad civilizada. Enumero los más importantes: la desprotección sanitaria de enormes capas de la población mundial, la explotación infantil en trabajos cercanos a la esclavitud, la utilización de niños en las guerras, la práctica generalizada de la tortura, la discriminación de las mujeres en grandes áreas del globo, la existencia de diferentes mafias criminales que trafican con sustancias, órganos y personas, el consumismo absurdo en el mundo rico y el despilfarro que conlleva, las crisis financieras debidas a una irrefrenable codicia, al imperio de la especulación, la destrucción irreparable del medio ambiente que nos acerca a la extinción de la vida sobre la Tierra, el control de las conciencias a través de los medios de manipulación de masas y de la propaganda, la globalización del capitalismo salvaje y la rapiña, aunque no del bienestar, los derechos humanos o la democracia, y el surgimiento de etnonacionalismos como reacción a la globalización que ha desembocado en una lucha de religiones y de civilizaciones. Entonces, en este alarmante contexto, ¿es posible filosofar? ¿Qué tipo de filosofía es posible?

Quiero responder a esa pregunta diciendo que sí, que nunca ha sido tan necesario como hoy la reflexión filosófica, pues esos males necesitan una explicación y porque la única manera de no seguir cometiéndolos es avanzando en el pensamiento.

Dos mil quinientos años de filosofía en Occidente han servido de poco para cambiar actitudes depredadoras que se remontan a los primeros momentos de la hominización. Aún seguimos en la edad de hierro, marcada por la necesidad de sobrevivir, la agresividad y el afán de dominio. El miedo y la inseguridad siguen siendo hoy como entonces los motivos principales de nuestras preocupaciones.

Los individuos y las naciones siguen empeñados en defenderse, agredirse y en querer dominarse mutuamente. Para ello se arman en una carrera sin fin, inventando medios de aniquilación cada vez más eficientes y peligrosos. No ha habido, en toda la triste y sangrienta historia humana un período largo de paz. Millones de jóvenes han sido inmolados en guerras y proyectos imperialistas que no comprendían ni deseaban. Todos esos jóvenes asesinados dejaban madres y padres, hermanos, esposas o hijos sufriendo esas pérdidas.

Salvo en la era del legendario matriarcado descrito por Bachofen, caracterizado por ser pacífico y próspero, durante el resto de la historia humana ha sido el varón quien, movido por su superioridad muscular y por la envidia de la capacidad engendradora de vida de la mujer, envidia del útero, ha instaurado un régimen patriarcal de implacable ferocidad. En el origen de la agresividad estaría el resentimiento del varón respecto de la mujer. Se instauró entonces un régimen socio-político en el que tuvo preferencia el guerrero que domina y asesina a la mujer que da a luz, cultiva la tierra y cuida el hogar. Estamos hablando de la cultura patriarcal, del patriarcado que se prolonga hasta nuestros días y que es una mentalidad y un modo de vivir.

Uno de los objetivos de una educación adecuada para el siglo XXI es salir de la mente patriarcal para acceder a otra que integre al padre a la madre y al hijo. El padre significa el intelecto, la madre la afectividad y el hijo la vida instintiva. Estos tres centros deberían integrarse y funcionar armónicamente. Podríamos hablar también de la integración de los dos hemisferios cerebrales, el izquierdo, que controla la parte derecha del cuerpo con sus destrezas y características intelectuales masculinas y la parte derecha que controla la parte izquierda del cuerpo, predominantemente femenina. Integrar lo femenino es algo que la cultura tiene pendiente y que en la actualidad se expresa a través del ecofeminismo.

Para comprender lo que está sucediendo en este comienzo de siglo, recién salidos del Holocausto, de los campos de concentración, de los genocidios perpetrados por el totalitarismo en el siglo pasado, utilizaremos los análisis que hacen Vargas Llosa en La civilización del espectáculo y Byung-Chul Han en La sociedad del cansancio, la sociedad de la transparencia y en La agonía del Eros y los aplicaremos a cómo debe ser la educación en nuestros días.

Coinciden estos autores en afirmar que nuestra cultura carece de auténtica vida intelectual y de valores elevados. Estamos en una cultura masificada y tecnificada. La decadencia que se manifiesta en el pensamiento y que ya Finkielkraut describiera magníficamente en La derrota del pensamiento, afecta a todas las áreas de la cultura. Podríamos decir, con Sandor Marai, que hoy la cultura es para la mayoría una huida, “una huida del yermo vacío de sus vidas”.

Vargas Llosa nos dice que la cultura en el sentido fuerte y elevado está a punto de desaparecer si es que no ha desaparecido ya, para dejar paso a una poscultura que es más bien una barbarie en la que se pierde la profundidad de la palabra y es sustituida por la imagen efectista, estridente, en función del consumo. La cultura-mundo o global se caracteriza por ser masificada y por pretender, con palabras de Lipovetsky, “ofrecer novedades accesibles para el público más amplio posible y que distraigan a la mayor cantidad posible de consumidores”. Se trata de una industria cultural para el consumo de masas, cuyo objetivo es divertir y posibilitar una evasión fácil. Esta cultura-mundo aborrega, rebaja y es tan efímera como el popcorn. El valor lo determina el precio, es decir, el éxito mercantil.

Predominio de la publicidad y de la cantidad a expensas de la calidad, trivialidad, facilismo, frivolidad, banalización, culto a lo nuevo, a lo morboso, al escándalo, serían algunas de las características más destacadas de la civilización del espectáculo. Además, desaparición de una crítica lúcida y valiente, abundancia de un periodismo sumiso y mercantilizado, eclipse del intelectual crítico, proliferación de un arte sin talento y que solo busca el éxito inmediato.

Frente a esta decadencia de la alta cultura, Vargas Llosa reivindica una cultura con ideas y valores, el fomento de nuevas formas artísticas y de la investigación en todos los campos del saber. Es aquí donde veo un gran desafío para la educación en el siglo XXI: la recuperación y la producción de una cultura verdadera. Ya Nietzsche, en su escrito juvenil Sobre el porvenir de nuestras escuelas, había diagnosticado la decadencia y masificación de la educación y la necesidad de recuperar la cultura clásica. También Ortega y Gasset en España invertebrada, nos advirtió del peligro de no reconocer al hombre superior y de querer rebajarlo. Muchas veces se identifica democracia con mediocracia y se olvida el sentido de la auténtica democracia como igualdad de oportunidades para ser diferente y para desarrollarse plenamente. En este sentido, la democracia y la aristocracia entendida como despliegue de la areté (virtud), no se excluyen, más aún, se complementan.

Si concebimos la cultura tal como la definió el poeta T.S Eliot, es decir como “todo aquello que hace de la vida algo digno de ser vivido”, comprenderemos que tiene que ver con la humanización de la vida social e individual, con la espiritualización, con la creación de belleza no solo en obras de arte sino también en lo que Foucault llamó “estética de la existencia”, es decir, en la construcción de sí y de una vida buena.

Cultura no es sinónimo de cantidad de conocimientos, sino más bien, de aquello que orienta los saberes especializados, la reflexión sobre los fines, el establecimiento de jerarquías, la interpretación que integra los conocimientos. La ausencia de esta cultura es lo que ha permitido el desarrollo de una ciencia sin conciencia, de un saber científico-técnico, positivista, carente de una dimensión práctica y crítica. También es una tarea para la educación actual producir un acercamiento entre ciencia y arte y, como anticipó Nietzsche en su Ensayo de autocrítica, ver la ciencia y el arte desde la óptica de la vida.

Otro aspecto que toca Vargas Llosa en su ensayo es el de la pérdida del sentido de la autoridad en el campo de la educación y que es urgente recuperar. El diccionario de la RAE define autoridad como “el prestigio y crédito que se reconoce a una persona o institución por su legitimidad o por su calidad y competencia en alguna materia”. Es muy importante distinguir entre autoridad y autoritarismo, pues no significan lo mismo. Defender la autoridad, la competencia, no es lo mismo que defender el despotismo. Devolver el prestigio a aquel que sabe y nos puede guiar es una tarea de la máxima importancia. Tras la defensa de la libertad, de la no represión, se ha identificado a la escuela y al maestro con el poder represivo y se ha fomentado una malsana permisividad y una pérdida del respeto hacia el educador. Una concepción libre de la enseñanza no está reñida con el rigor y el respeto a la autoridad.

Pasemos ahora a la visión que tiene Han en La sociedad del cansancio y sus implicaciones para la educación. Según Han hemos dejado atrás la sociedad disciplinaria descrita por Foucault, centrada en el deber y en la obediencia para pasar a la sociedad del rendimiento, basada en el poder hacer y en la auto-explotación. Cada cual es su propio empresario, su propio explotador y, aparentemente de modo libre, se exige el máximo rendimiento. Abocado al éxito, el gran peligro para el empresario de sí mismo es fracasar y la consiguiente depresión. También el agotamiento es la consecuencia de esa feroz auto-exigencia. Metidos en esa dinámica, no hay cabida para demorarse en la reflexión, por lo que los individuos son incapaces de pensar. Las enfermedades propias de esta sociedad del cansancio son la hiperactividad con déficit de atención, el trastorno límite de personalidad y el síndrome de desgaste ocupacional. El producto de esta sociedad es el animal laborans, quien sin coacción externa, se explota a sí mismo. En él, paradójicamente, libertad y coacción coinciden.

En la sociedad del cansancio se ejerce una violencia derivada de la superproducción, el superrendimiento y la supercomunicación, es decir, por un exceso de positividad; se ejerce una violencia neuronal, menos perceptible que la de un agente externo pero no menos eficaz. Esta violencia es inmanente al sistema y, por lo mismo, muy difícil de percibir y de combatir.

La propuesta de Han es que tenemos que cansarnos de sistema de rendimiento ciego y operar un “amable desarme del Yo”. Tenemos que recuperar el don de la escucha y la capacidad de atención contemplativa; debemos aprovechar el aburrimiento para crear. Solo de esta manera volveremos a tener esa experiencia del Ser eclipsada por la pasión por el ente. Recuperar el asombro propio de una atención profunda y contemplativa. Frente a la hiperactividad absurda, nos propone el recogimiento contemplativo, el sosiego para pensar. Es esto, precisamente, lo que una educación adecuada a nuestro siglo, debe procurar. Es lo que ya propuso Nietzsche en El crepúsculo de los ídolos, cuando dice que hay que aprender a mirar, a pensar y a hablar y escribir. Los objetivos de una educación superior son “acostumbrar el ojo a mirar con calma y con paciencia” y aprender a interrumpir la acción compulsiva y mecánica del hiperactivo animal laborans.

En los centros educativos debería enseñarse a pensar y no solo a rendir, no solo a hacer compulsivamente, sino también a detener la marcha y reflexionar, incluso a meditar. En esa suspensión de la aceleración hiperactiva hay una profunda actividad. El cansancio de la frenética acción incontrolada nos puede curar de esa depresión a la que nos conduce la sociedad del rendimiento. Este sería un cansancio elocuente que repara. La educación para nuestro siglo debería llevarnos a este cansancio curativo, a suspender la marcha que nos aboca al infarto del alma. Debería enseñarnos a ser capaces de un no-hacer sosegado, a aprender a estar quietos y en silencio, a no perseguir siempre lo útil, a disfrutar con lo inútil, con el arte y con la filosofía. Educación para el juego y para estar en comunidad cordial liberados de la obsesión del rendimiento.

En La sociedad de la transparencia, Han sostiene que hoy en día se ha eliminado la negatividad y se ha implantado una sociedad positiva. Se ha impuesto un alisamiento de la vida que sirve al capital. Todo se hace operacional, sometido al cálculo y al control. La sociedad de la transparencia es el infierno de lo igual, donde todo se expresa en la dimensión del precio. La coacción de la transparencia desmonta toda negatividad, acelera la comunicación de lo igual, elimina lo extraño y vuelve todo uniforme. Nivela al ser humano y lo convierte en elemento funcional del sistema y en eso consiste la violencia de la sociedad de la transparencia.

En esta sociedad se tiende a eliminar lo privado, cosa imposible puesto que ni siquiera uno mismo es transparente para sí mismo. Siempre hay una alteridad que no puede eliminarse del todo y que no es funcional al ciclo acelerado del capital. Sin esta alteridad no puede haber relación.

También el exceso de información bloquea la toma de decisiones. Suprime la negatividad para poder acelerarse en su carrera loca de positividad. Todo lo grande nace de la negatividad, tal como el sufrimiento y la pasión. El amor, la política, el arte, la filosofía requieren de lo negativo

En la sociedad de la transparencia todo se vuelve mercancías que son expuestas. El valor de exposición es aquel por el cual una cosa es y vale en la medida en que se muestra y se la ve. En esta sociedad de exposición, pornográfica dice Han, cada sujeto es su propio objeto de publicidad, y no queda sitio para el misterio ni para el secreto. La exposición sirve para una más eficaz explotación. La hipervisibilidad elimina la negatividad y expone el cuerpo y el alma ante la mirada ajena. Hay una coacción violenta a convertirse en imagen publicitada.

El placer, la seducción, el erotismo, lo bello exigen el misterio, la ambigüedad, el juego del mostrar y ocultar, la asimetría, el claroscuro. Nietzsche lo decía así: “Todo lo que es profundo ama la máscara”. Pues bien, todo esto se elimina en la exigencia de transparencia para un control más eficaz y total. Frente a la información desnuda, la hermenéutica interpreta e investiga sin fin. La educación para el siglo XXI debe propiciar un método hermenéutico, sin miedo a las aporías. Debe enseñar a poner en juego libre todas las facultades, uniendo logos y eros.

Sartre sostuvo que algo es obsceno cuando carece de sentido, de dirección y se muestra superfluo y excesivo. Para Han la hiperactividad, la hiperproducción, la hiperaceleración y la hipercomunicación de la sociedad actual son obscenos. No hay narración que les dé sentido, solo adición mecánica. Se evitan los rituales y las ceremonias, porque no son operacionales. Todo se vuelve calculable, obsceno. Los datos acumulados permanecen iguales a sí mismos.

La sociedad de la transparencia, como la Ciudad ideal de Platón, es una sociedad sin poetas, sin narración, sin negatividad ni trascendencia. Por el contrario, es una sociedad de la información, del conocimiento desnudo, con un lenguaje positivizado, lenguaje “del engranaje”, lenguaje del dominio del ente disponible, según Heidegger. El flujo de información que recibimos no esclarece el mundo, no engendra ninguna verdad. La hiperinformación no esclarece el mundo. Una educación verdadera, por el contrario, debe enseñar a interpretar esos datos con un sentido crítico. No se trata de acumular información sino de darle sentido.

Por último, Han nos dice que en la sociedad de la transparencia la vigilancia es total para que el provecho sea máximo. Se monta un panóptico digital, no perspectivista, sin centro ni periferia, con una iluminación que proviene de todas partes. En el panóptico digital los individuos se creen libres y no se dan cuenta de que están siendo vigilados. Cada cual se expone en el mercado de las redes sociales. La vigilancia es recíproca y total y convierte a la sociedad transparente en una sociedad de control de todos con todos. No hay espacios privados de no saber y reina la desconfianza y la sospecha. La hiperiluminación es explotación e impide la formación de una comunidad y de un espacio común para la deliberación política. Solo hay acumulación de individuos aislados.

Ya Foucault nos había advertido de los aparatos de vigilancia y control propios de la sociedad disciplinaria. Parece ser, según Han, que el sistema ha dado un paso más en la eficacia opresiva cuando cada uno se convierte en explotador y vigilante de sí y del otro. La educación debe alertarnos de estos procedimientos de opresión y capacitarnos para defendernos. En esto consiste el espíritu crítico de la educación.

Tanto Han como Vargas llosa piensan que en la sociedad del espectáculo o de la transparencia se sustituye el erotismo por una sexualidad desencantada. Ambos autores piensan que la llamada “liberación sexual” ha desembocado en un total empobrecimiento de la sexualidad humana. Convertida en algo ajeno a lo más genuinamente humano, la sexualidad humana se convierte en una gimnasia carente de misterio y desligada del Eros. La pornografía ha conseguido lo que la moral represiva no logró: matar la sexualidad entendida como erotismo.

Lo que está detrás de este fenómeno que Han denomina “sociedad porno” es la futilización del amor. La educación debe contribuir a una verdadera liberación sexual dentro de una cultura auténticamente humana y humanizadora, es decir que integre la sexualidad dentro de las grandes creaciones humanas, el erotismo como obra de arte o erótica. Los rituales, el misterio, las formas son parte esencial del erotismo y sin ellos, como en la pornografía, la sexualidad se vuelve mediocre, monótona y violenta.

Según Han, el Eros ha sido erradicado de la sociedad del rendimiento. El Eros implica al otro con su carga de negatividad, pero éste, el otro, no se puede consumir y, por lo mismo, es eliminado. Estamos en una sociedad narcisista que no reconoce al otro. “El actual sujeto narcisista del rendimiento está abocado, sobre todo, al éxito.” Estamos en el infierno de lo igual, de la positividad donde el amor, el don del otro es imposible. “El Eros es, de hecho, una relación con el otro que está radicada más allá del rendimiento y del poder”. Por eso, en la sociedad del rendimiento el amor se convierte en mercancía que se consume. El amor se transforma en disfrute agradable.

Por todo lo anterior, urge una educación para el amor, que enseñe el arte de amar, a través de la misma relación pedagógica que, como decía Gentile, es un acto de amor. En el libro VII de República leemos que nadie aprende obligado, como esclavo, sino que es el amor, entendido como deseo de lo que no se tiene, el que busca el saber. Eros, hijo de Poros (camino, recurso) y de Penia (escasez, penuria), “mueve y propulsa el alma para una procreación en la belleza”. Es Eros quien eleva toda el alma, el deseo, el afecto y la razón, hacia la verdad, la belleza y el bien.

Sin Eros, el conocimiento es mera acumulación de datos; el verdadero conocimiento no es mero cálculo sino pensamiento reflexivo y crítico, es investigación. Eros incita a producir bellos discursos y bellas acciones, es conocimiento teórico y práctico-político. Eros se hace pedagógico y político. Rompe el narcisismo y se abre al otro distinto. Hoy es una tarea urgente para la educación lo que el surrealismo llamaba “reinventar el amor”. La educación como práctica lúcida del amor, como un salir del yo hacia el tú y hacia el nosotros, como aprendizaje de amor al saber.

No olvidemos que el amor es lo contrario del totalitarismo y de todas las formas de opresión y nada tiene que ver con esa idea romántica y sentimental que la sociedad de consumo nos presenta del amor como objeto de consumo. Levinas nos dice que amar a otro es escucharlo, acogerlo y hospedarlo, con independencia de sus atributos, actos o propiedades singulares. Es encontrarse con el rostro desnudo del otro sin reducirlo a una totalidad, grupo o nación. El otro me obliga a superar mi natural egoísmo hacia una relación ética. El totalitarismo es el sueño de una soberanía absoluta, sin responsabilidades para con el otro. El amor me hace responsable del otro, me obliga, me incumbe y me lleva a hacerme cargo del otro. Pero hay un peligro en el amor y es cuando se hace fanático y desemboca en terror, como es el amor a ciertos ideales; por eso, el amor tiene que permanecer lúcido y evitar su hybris. La deliberación es imprescindible para que el amor no degenere en su contrario, como ha sucedido tantas veces a lo largo de la historia.

Vamos a ir concluyendo para abrir el momento más interesante de una conferencia que es el diálogo que pueda suscitar entre los asistentes.

En este comienzo de siglo XXI, en un momento de crisis global de civilización es urgente un cambio de mentalidad y de actitud vital si queremos sobrevivir y crecer hacia un mundo más humano, más libre y solidario.

Tomar conciencia de la decadencia cultural en que nos encontramos y que Vargas Llosa, entre otros, nos describe, así como de los análisis que el filósofo Han nos entrega en sus libros, nos ayuda a tomar decisiones sobre el verdadero sentido de una educación crítica.

El planteamiento crítico de la educación supera los paradigmas positivista (medios-fines) y hermenéutico (educación en valores), y agrega la preocupación por la justicia social y la libertad real para el individuo y la sociedad.

Me parece que sigue vigente aquella idea de Paulo Freire de que la educación debe ser práctica de la libertad. Yo agregaría que también debe ser una práctica de la democracia, de convivencia, de solidaridad y de cuidado del medio ambiente. La educación debe devolver a la política su sentido más propio, el de construir la vida en común combinando libertad y equidad.

Me gustaría agregar, apoyándome en Claudio Naranjo, que la educación del siglo XXI debe preocuparse del crecimiento personal de los educandos, utilizando para ello los aportes de la psicología transpersonal, gestáltica y humanista, así como de las más ricas tradiciones espirituales y que actualmente apenas participan en la educación. Desarrollar una espiritualidad no necesariamente religiosa, ilustrada, que dé profundidad a la existencia humana y satisfaga las necesidades superiores de los humanos. Esta apertura a la trascendencia nada tiene que ver con las supersticiones y es, como decía María Zambrano, “una necesidad abismal, definitoria de la condición humana”.

Hacer de los centros educativos en todos sus niveles, espacios de encuentro, de creación de pensamiento, de diálogo, de crítica y de recuperación de la cultura clásica, (que es la que no pasa), y de producción cultural auténtica.

La educación para el siglo XXI tiene que ser integradora e incluyente en diversos ámbitos. La dimensión práctico-moral, los grandes valores, deben estar presentes en la teoría y en la práctica educativa. Compartir una ética de mínimos basada en los derechos humanos universales como forma de refutar el relativismo y el cinismo imperantes en la posmodernidad. Recuperar lo mejor del humanismo y del pensamiento filosófico a través de una lectura profunda de los pensadores que han contribuido a edificar el movimiento ilustrado moderno entendido como un atreverse a pensar de modo independiente y crítico y con un ideal emancipatorio. Las humanidades, la filosofía, el arte y la literatura deben ser el centro de la educación. Con esta formación es mucho más difícil que renazca la siempre amenazante mentalidad totalitaria en sus diferentes versiones pasadas y en otras aún inéditas.

Finalizo diciendo que desde la periferia de Occidente que es América Latina, desde esa zona de silencio de que hablaba Octavio Paz, puede y debe salir una voz nueva capaz de orientar al mundo y dar un paso adelante en medio de la crisis actual.

Muchas gracias.

Domingo Araya

Bogotá, noviembre de 2014.

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