Comentario sobre el segundo libro de Isabel ARAYA
- Domingo Araya
- 29 abr 2020
- 3 Min. de lectura
Primeras reliquias. Editorial Hueders, Santiago de Chile, 2016.
Lo relevante de este segundo libro de Isabel ARAYA es que es muy bueno. Que lo haya escrito a los 75 años, tras una vida sin escribir, es menos importante. Ella vivió primero y después, en la recta final, se ha puesto a escribir.
El libro muestra una rica sensibilidad, su perplejidad ante lo que parece habitual, un fino humor, una aguda observación y con todo ello convierte sus vivencias cotidianas en mágicas reliquias.
Cada relato es como esos retazos que ella recogía en el taller de su madre y que guardaba como tesoros. No los consideraba desechables, pues provenían de un todo completo que había que reunir. La niña que ella era los ordenaba "a su antojo: los mayores los trenza con los medianos combinando sus colores: no rechaza a los pequeños, los separa como acompañantes en los paseos fuera de casa. Van apretados en sus manos, le preocupa que no se pierdan y sientan su cercanía."
De la misma manera, cada relato es un pedazo del todo de su vida, de la unidad rota que hay que reconstruir. Cada fragmento es un trozo de algo más grande, hacia lo que apunta. Los seres humanos somos finitos y fragmentarios, aunque no todos nos damos cuenta. Isabel tomó conciencia de esto de modo desgarrador cuando tenía ocho años y murió su madre. Ella y sus hermanos quedaron como esos retazos dispersos buscando la unidad perdida. No recuerda su voz ni sus palabras, "tampoco me guardé nada de tus olores... Partiste dejándome trozos tuyos que no se apartan de mí".
Durante toda su vida anduvo buscando eso que perdió. Nada lo puede restituir porque esa es la condición humana: ser un fragmento del todo. El vacío que somos lo intentamos llenar de muchas maneras. "Mi segundo esposo fue suplido por más hijos. Luego los hijos de mis hijos turnaron a sus padres y yo me he iniciado en suplirme conmigo misma". La herida que somos está abierta y no cicatriza. El arte, la escritura es esa suplencia. De esa herida brota la escritura, la sangre y las lágrimas se convierten en escritura.
Frente a la irremediable desolación el remedio que encuentra es el consuelo del arte. El arte es creación en la belleza, una especie de amor. Solo el amor es más fuerte que la muerte, un amor insaciable y que renace de sus cenizas.
En este segundo libro de Isabel ARAYA hay una honda melancolía, una incurable tristeza, un dejo de escepticismo, pero no se hunde en la desesperación. Su escritura es el intento de salir del laberinto.
No elegimos lo que nos pasa, pero sí lo que hacemos con eso que nos pasa. La fatal orfandad que todos los humanos tenemos y que para Isabel fue un hecho desgarrador de la infancia, la convertirá en fuente de creación artística. El exilio que le tocó vivir y que la llevó a experimentar el extrañamiento lo transformará en solidaridad con los otros extraños.
Estamos frente a un libro profundo que toca el misterio de la existencia humana. La inquietud metafísica se resuelve en ardua búsqueda a través del arte. Hay también humor, una forma de tomar distancia y de convertir el dolor en leve sonrisa.
Rescatando esos retazos de su vida, Isabel nos invita a ver el Gran Todo o la Gran Madre de donde provienen.
Domingo ARAYA
Bogotá, agosto de 2016.
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