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MÁS REFLEXIONES EN TORNO AL CORONAVIRUS

  • Foto del escritor: Domingo Araya
    Domingo Araya
  • 6 may 2020
  • 4 Min. de lectura

Max Scheler, en su bello libro El puesto del hombre en el cosmos, sostenía que en los humanos coinciden dos ámbitos distintos: la Vida y el Espíritu. La Vida es fuerza ciega y el Espíritu es luz impotente. Aisladas, estas dos realidades no consiguen nada interesante, por lo que se buscan y encuentran, a fin de producir una vida inteligente y un logos vital. Este encuentro produce la historia, que consistiría en la persecución de la armonía de los opuestos. Nos dice también este filósofo que el símbolo de este encuentro complementario es la cruz, donde coincide la línea vertical de lo espiritual con la horizontal de la vitalidad. Lo finito y lo infinito, el tiempo y la eternidad, lo humano y lo divino, se entrecruzan en el símbolo cristiano por excelencia. Dentro de la tradición griega, otra de nuestras raíces culturales, Platón, en Banquete, cuando habla del nacimiento de Eros, hijo de Penia y Poros, (escasez y abundancia), ser intermedio, ni mortal ni inmortal, perpetuo buscador, siempre deseando lo que le falta, está hablando del ser humano y de su inquietud, de sus ansias de plenitud. Somos seres finitos en busca del Infinito, animales divinos. Nuestra singular posición en el cosmos es la de seres intermedios, como Hermes o Cristo, entre la Tierra y el Cielo, como Eros que une los opuestos y que sin su existencia, se dispersarían estérilmente. Somos el lugar de reunión de mundos heterogéneos y en tanto que tales, debemos amar la Vida y el Espíritu de igual manera, cultivar y cuidar ese híbrido que contiene lo Otro, a nosotros mismos. No somos seres puros, somos mezcla, esencial y metafísicamente mestizos, hijos de la tierra y del aire, del agua y del fuego, y a ambas patrias pertenecemos y debemos fidelidad y reverencia. Hasta el momento de nuestra evolución, salvo excepciones que llamamos “santos” y “sabios”, la mayoría hemos estado dominados por dos instintos animales, el afán de dominio y el principio de placer, centrados en el ego, desconociendo la otra parte de nuestra naturaleza, la espiritual. Esta parte nos llevaría hacia el altruismo, la benevolencia, la contención, la compasión (en el sentido budista y también en el de Rousseau), la entrega, el cuidado o, en una sola palabra, el amor. Dominio y amor, ego y comunidad, César y Cristo, se han disputado la trágica historia humana. Tal como se narra en los Evangelios, el amor es pisoteado, el espíritu es postergado y traicionado, triunfa la fuerza bruta, la ignorancia y la mezquindad. No olvidemos que al espíritu, según Scheler, le falta fuerza y a la fuerza lucidez. Es más fácil el triunfo de lo inferior sobre lo superior. También en la muerte de Sócrates, sublimemente relatada por Platón en Fedón, asistimos a idéntico fenómeno, a la superioridad de la zafiedad y de la brutalidad, de la fuerza ciega sobre el espíritu. Más tarde, en el curso de nuestra sangrienta historia, habrá otros ejemplos de esta barbarie, como el de Giordano Bruno, entre otros asesinatos y persecuciones. El siglo pasado, que pasará a la historia como uno de los más crueles y horribles, inventor del totalitarismo, en sus dos versiones, Stalin y Hitler, de los campos de concentración, del Holocausto, de las bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki, viene a confirmar la tendencia asesina de la Humanidad. El siglo actual, en el que estamos escribiendo estas reflexiones, se estrena con una pandemia en medio de un mundo abismalmente desigual, con un medio ambiente destruido, con una ciencia-técnica sin conciencia, con gobiernos y políticos corruptos y tendientes al autoritarismo, ajenos a los ciudadanos, ineptos para la democracia y para construir lo que Popper llama “sociedades abiertas”. Los efectos de esta pandemia los estamos viviendo en todo el planeta: muerte y confinamiento, incertidumbre y miedo, confusión y fomento de medidas totalitarias. Vigilar y castigar, de Michel Foucault, 1984, de Orwell, Un mundo Feliz, de Huxley, Farenheit 451, de Bradbury, ya están aquí. Estamos en la sociedad del contagio, de la vigilancia y de la obediencia. Harari preveía en su Homo Deus, el dominio total de una mega máquina producto de la cibernética y de la nano-bio-tecnología sobre una ciudadanía inerme y anestesiada. “¡Horror!” exclamó Kurtz en El corazón de las tinieblas, horror ante la pérdida de lo más esencial del ser humano: la libertad de pensamiento y la capacidad de amar. Sin embargo, a pesar de los nubarrones que se ciernen sobre nuestras cabezas, en medio de la tormenta, debemos permanecer serenos y confiados. Apostemos por un mundo distinto, fomentemos lo que ha brillado por su ausencia hasta el presente. “Todo lo bello es tan raro como difícil”, decía Spinoza, quien también conoció en sus propias carnes el predominio de lo feo y bestial. Sin pecar de ingenuidad, aspiremos a mejorar el mundo en nosotros mismos, desarrollemos nuestra espiritualidad y superemos nuestro egoísmo animal. La espiritualidad vital, la vitalidad espiritual, no una contra otra, sino juntas, uniendo sus potencias, fuerza y lucidez, eros y logos, avancemos hacia la construcción de un nuevo modo de vivir, practiquemos otra manera de pensar y de habitar. Los viejos conceptos y teorías ya no nos sirven. Estamos en otro mundo, aunque en nuestras ricas tradiciones podemos encontrar la inspiración. Lao-Tse, Confucio, Chung-Tse, Buda, los Vedas, los poetas y filósofos, los artistas, los sabios de todos los tiempos y lugares, en ellos podemos encontrar la orientación para nuestras fuerzas, el camino para una auténtica vida humana. Encarnemos la sabiduría, que es mucho más que erudición, vivamos la poesía, que decía Breton. Cambiemos con ellos nuestra conciencia y al mismo el tiempo el mundo en el que habitamos, pues no hay distinción entre interior y exterior. Ayudemos al necesitado que es una parte de nosotros mismos. Domingo Araya, 30 de abril de 2020.

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