REFLEXIONES SOBRE EL CORONAVIRUS
- Domingo Araya
- 29 abr 2020
- 6 Min. de lectura
Un virus recorre el mundo y siembra el pánico. Ya no es el proletariado ni, como en el cuadro atribuido a Goya, Saturno, sino un invisible ser-no-ser, a medio camino entre la materia inerte -¿existe?- y la materia viva. Tal vez sea un simple virus y nos trae un mensaje como el que trajo, otrora, la Vida al planeta Tierra. Tal vez sea un engendro asesino de laboratorio, un nuevo Franquestein, cuyo imprudente inventor no sabe cómo eliminar.
En el cuadro de Goya, todos corren despavoridos, menos un apacible e inconsciente borrico, que está quieto, ajeno a todo el ajetreo. A nuestro alrededor corren los consumidores aterrados a los supermercados, donde ya no hay papel higiénico ni otros productos de aún mayor necesidad. Yo permanezco, como ese burrito, quieto y me dispongo a estar en silencio, bueno, hablando solo conmigo mismo a través de estas páginas. Serenidad y alegría será mi consigna.
Cuentan que Sexto Empírico, un filósofo escéptico de la antigüedad, se embarcó rumbo a otra ciudad y en la mitad de la singladura, una feroz tormenta hizo estragos en la tripulación. Los pasajeros, en medio del horror, se acordaron de los dioses y los llamaron con diferentes nombres, les imploraron clemencia y les prometieron toda suerte de homenajes en caso de ser salvados. Viajaba también en ese barco una piara de cerdos que iban a ser vendidos y degollados en cuanto llegaran a puerto, si es que llegaban. Sexto, nuestro sabio, miraba el sublime espectáculo de las olas, los rayos y el viento huracanado; los pobres humanos arrodillados, gritando y prometiendo y por último, los cerdos que comían con voracidad acrecentada, despreocupados ante su incierto destino. El filósofo concluyó que los animales eran los más sabios en medio de la tormenta de la existencia. Tal vez, solo el propio Sexto, que observaba a todos, estaba por encima de la tormenta, de los humanos aterrorizados y de los indiferentes cerdos y permanecía plenamente lúcido y tranquilo.
Esta anécdota filosófica me lleva a otra de corte religiosa, la que figura en los Evangelios, donde se narra que Cristo se embarca con los doce apóstoles y sobreviene una tormenta. Todos temen y gritan, menos el Maestro, quien duerme apaciblemente. Eran tales las olas, que los atemorizados discípulos lo despiertan y entonces Cristo increpa al viento y al mar para que se calmen. El sabio nunca está donde está el conflicto, está más allá, en la esfera del Padre o de la Conciencia total.
Quiero estar en estos momentos convulsos lúcido pero no angustiado. Nada podemos hacer contra la fuerza de los elementos, contra el orden del mundo que nos rebasa infinitamente, pero sí podemos, y es lo único que podemos, actuar sobre nosotros mismos. En medio de la tormenta, podemos forzarnos a permanecer serenos. De nada nos sirve perder la dignidad y rebajarnos como la aterrorizada tripulación de Sexto. No quiero caer en las supersticiones ni en los indignos rezos pidiendo clemencia y prometiendo lo que luego no cumpliré.
Personalmente, pienso que cuando todo se derrumba, como dice la monja budista Chodron, tenemos la oportunidad de cambiar nuestra actitud y, en alguna medida, modificar nuestra manera de vivir. Estamos en el ojo del huracán como aquellos viajeros y podemos aprender de los cerdos, aunque solo en una parte, en la de ser capaces de vivir sin miedo, todo lo felices que podamos y sabiendo cuál es nuestra realidad. Del filósofo y del Maestro podemos aprender a aceptar y a aprovechar la coyuntura para elevarnos, más allá del miedo.
La muerte es el gran Amo. No es el Dinero ni un grupo de humanos en el poder sino la Muerte que nos espera al final de la vida y a la cual tememos y rodeamos de fantasías y locuras que intentan calmarnos. Eso sí, hay unos individuos muy hábiles que gestionan ese miedo en su beneficio y contra los que padecen el miedo. Perder el miedo a la Muerte, nuestro Amo absoluto, es de vital importancia para no perder nuestra libertad en manos de los amos o sacerdotes del miedo. Nuestro trabajo y nuestra lucha deben ser con la muerte.
En el mundo actual, mercantilizado hasta en los más ínfimos detalles, todo ha sido utilizado como mercancía. El arte, por ejemplo, es una de las maneras de invertir el dinero para rentabilizarlo; el sexo, eso “mágico y salvaje”, según acertadas palabras de la escritora canadiense Munro, se ha convertido en industria pornográfica carente de todo misterio y erotismo; el ser humano en su parte más libre, el alma, ha sido profanado y puesto al servicio del dominio; todo ha sido colonizado, salvo la muerte. También la noche, como dice un poema de Victor Hugo, ha sido iluminada con luces de neón. La muerte mantiene su agreste e indómita figura, llega cuando quiere y no respeta a ningún tipo humano. La muerte permanece soberana y no da cuentas a nadie de su gestión.
Aprovechando la cuarentena a la que nos someten para no propagar el virus y no colapsar el sistema de salud pública, escribiré estas reflexiones que podrían servirle a otros viajeros, ya que todos vamos en el mismo barco, el planeta Tierra, bajo la misma tormenta que arrecia y todos igualmente condenados a muerte.
Me propongo cultivar el jardín, pintar, leer, escribir y disfrutar de todo lo que me rodea. También los placeres de una sencilla y buena mesa, de dormir y descansar, de cuidar el cuerpo mediante una gimnasia mezcla de pilates, yoga y feldenkreis, amenizarán esta cuarentena del coronavirus. Casi siempre el entorno en el que habitamos se nos pasa desapercibido; en estos días, quiero descubrir lo insólito que se esconde en lo habitual y cotidiano. Algo parecido a lo que Julio Cortázar emprende en su viaje por tierra desde París a Marsella por la autopista y que describe en su libro Los cosmopistas de la autonauta. Bajo su mirada poética, hasta unas papeleras de una gasolinera le parecen insólitas.
Mantendré ciertas rutinas, como se hace en los monasterios, y seré estricto en su cumplimiento. Así, el tiempo se hará más propio y podré libremente disponer de él. También porque la monotonía es parte importante de una vida creativa. Dice Simone Weil que “no hay nada grande en esta tierra, en ningún dominio, sin una parte de monotonía y tedio.” Y pone como ejemplo el canto gregoriano.
Lo primero que hago es centrarme en mí mismo, no dispersarme en mil actividades, conversaciones, movimientos, etc. Intentaré ser feliz sin salir de mi casa, como nos lo recomienda Pascal. Voy al jardín y contemplo la hierba silvestre, las múltiples formas y colores, la variedad de flores que crecen por doquier en esta primavera. Cualquier rincón es una fiesta. Las plantas crecen solas, no han sido sembradas, estaban ahí, la vida explota en todas partes con igual belleza y fuerza. El conjunto es bello y perfecto, como ningún plan humano lo hubiera hecho mejor. Las hormigas y otros insectos voladores airean y polinizan. Pasa volando una mariposa. ¿No será el Universo algo parecido, una proliferación de seres que forman un espacio encantado?
Este será mi hábitat durante estos días de recogimiento y es aquí, dentro de los límites de este jardín que intentaré ser feliz. La luz del sol juega en las hojas de árboles y arbustos y también en la hierba salvaje. Decía Tolstoi que describiendo nuestra aldea podemos hacer obra universal. Yo pintaré y describiré mi jardín y, a lo mejor, hago algo que gusta y sirve a otros. Intentaré mostrar a través de mis pinturas la magia de la existencia con sus formas y colores preternaturales. Aprenderé el silencio y la sencillez de la naturaleza. A través de su esplendor me abriré a la magnificencia de la Vida.
Cuando Oscar Wilde, al final de su vida fue injustamente encarcelado, en una cárcel que él llama “mansión del dolor”, donde hasta se le impedía hablar con sus compañeros de presidio, escribió uno de sus más hermosos libros: De profundis. En medio de la más completa humillación y dolor, el inmenso artista consiguió convertir el sufrimiento, la Cruz, en Luz, como también lo expresa Unamuno. Descubre el genial irlandés el procedimiento alquímico para transformar el sufrimiento en belleza. En su elogio del dolor nos dice que es una “revelación, pues por él se conoce aquello que nunca se había pensado”. Descubre Wilde que “el dolor parece ser la única verdad” y que el amor, sea cual fuere su cualidad es la “única explicación plausible para la inmensa cantidad de dolor que hay en el mundo”. Finaliza su gran carta, dirigida al amante que lo envió a la cárcel, con esta palabras: “Quisiste que yo te enseñara el placer de vivir y el placer del arte; tal vez esté yo llamado a enseñarte una cosa harto más hermosa: el valor y la belleza del dolor”.
También nosotros, confinados por el coronavirus, en estos días en que muchos han perdido, junto con la libertad de movimiento, a sus ancianos familiares sin poder despedirse de ellos, podamos aprender la lección del dolor. Decía Michel Serres que artista es quien transforma un desierto en un vergel. Hace tiempo que los humanos hemos expoliado la tierra y la hemos convertido en un basural, La Tierra baldía del poeta Elliot. Ahora es el momento de reconvertirla en un jardín.
Domingo Araya
Madrid, abril de 2020.
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