FILOSOFÍA PARA VIVIR MEJOR
- Domingo Araya
- 29 abr 2020
- 18 Min. de lectura
El objetivo principal de este escrito es dar ideas para una enseñanza de la filosofía con la máxima calidad. El gran problema en la enseñanza habitual de la filosofía, es su carácter teórico y desligado de la vida. Se aprenden conceptos, teorías y autores que tienen escasa aplicación en la existencia cotidiana de los estudiantes.
Pensaba Margeritte Yourcenar que la educación, en sus múltiples formas, era una manera de luchar contra el mal. Decía que “la auténtica vocación de profesor es una vocación heroica”. Pero, como a ella misma le sucediera, es siempre uno mismo el que se forma. Los educadores deben ayudar a recobrar el gusto por las cosas grandes y las acciones admirables, es decir, por la equidad, la integridad, la sinceridad, la modestia, la bondad, la probidad y demás virtudes.
Si la filosofía no sirve para vivir mejor, ¿qué sentido puede tener?
La filosofía es la sabiduría de Occidente y, por lo mismo, la que debe guiarnos en momentos de crisis como el actual. Sin su ayuda nos hundiremos irremediablemente. Gracias a ella, podremos superar los problemas que nos acosan y desarrollarnos hacia niveles superiores de lo humano.
Desde que la filosofía aparece en Grecia, hacia el siglo VI antes de Cristo, se mostró crítica respecto de la sociedad que, por otro lado, posibilitó su nacimiento. Fue en una sociedad democrática, más libre y justa que las anteriores, en la que pudo darse esa crítica de todo lo que oprime al ser humano.
Los filósofos antiguos, como los actuales, fueron personajes extravagantes en sus sociedades. Cuenta Aristóteles que Tales cayó a un pozo por mirar el cielo y que su esclava se mofó de él. El filósofo estaba ocupado en asuntos poco utilitarios en lo inmediato pero muy útiles a largo plazo y en un sentido profundo de lo útil.
Sócrates, el más grande sabio de la Grecia antigua, dirigió toda su sabiduría para alertar a sus congéneres sobre el camino equivocado que habían tomado. Fue tan grande y contundente su crítica que tuvo como consecuencia morir asesinado. Murió por decir una gran verdad: que la virtud se enseña, es decir que podemos aprenderla, que no estamos en manos de un Destino inamovible, que somos libres.
Platón, su discípulo predilecto, fue vendido como esclavo por intentar realizar sus ideales políticos. También Aristóteles tuvo que exiliarse por haber educado a Alejandro de Macedonia en un espíritu cosmopolita.
En los tiempos modernos, Bruno fue quemado por afirmar que había infinitos mundos y Spinoza, cauto, prefirió pulir lentes a enseñar en la universidad. Galileo fue condenado a cadena perpetua por sus descubrimientos astronómicos y Descartes se enmascaró tras una figura ambigua por temor a la Inquisición.
Marx fue expulsado de tres países antes de refugiarse en la biblioteca de Londres; Freud fue acusado de inmoral en la pacata Viena de comienzos de siglo XX y Reich fue encarcelado por su teoría del orgón. Nietzsche se recluyó en una soledad de cumbres nevadas para decir su verdad y finalmente sucumbió a la locura.
La historia de la filosofía puede contarse como la historia de múltiples persecuciones. Podemos ver, tras la historia oficial, una contrahistoria que no cesa de poner en cuestión el orden establecido. Es la que nos cuenta Michel Onfray.
La filosofía es y ha sido siempre subversiva. También contra ella se ha erguido una pseudo filosofía académica que, como dice Deleuze, no entristece ni alegra a nadie, no molesta, es meramente decorativa. Esta falsa filosofía es conformista y aburrida, no tiene sabor a nada, es muy abstracta y sirve al espíritu de sistema, que busca más la tranquilidad que la verdad.
La filosofía que debe estar presente en una educación de calidad es aquella que pensaron y encarnaron los grandes críticos de la cultura occidental. Y no es por afán de oponerse irracionalmente a lo que hay, por destruir lo que se ha construido, sino porque el filósofo ama la verdad, el bien y la belleza en un mundo donde hay mucha falsedad, maldad y fealdad. Esta es la filosofía que puede motivar a una juventud anhelante de cambios.
Tanto la filosofía como el arte buscan perfeccionar el mundo. El mundo no está terminado, es un proceso en el que el ser humano actúa para mejorarlo, en el que se exige su participación libre y consciente. Es la vieja idea aristotélica del ser como entelequia, como actualización de la potencia, como realización de un fin. Este fin es, tras el fin de los absolutos, más una invención humana que algo ya dado.
El ser humano, y dentro de la humanidad, los filósofos, en tanto seres pensantes y libres, están llamados a participar creativamente en ese proceso cósmico o, al menos, planetario. La evolución, hasta hace poco gobernada por las leyes naturales que descubrió Darwin, le ha pasado a su más reciente vástago, la humanidad, el poder y la responsabilidad de dirigir el proceso desde su inteligencia y su espiritualidad.
Tal como piensa Harari en su libro Homo-Deus, podría suceder que una inteligencia artificial muy superior a la nuestra, creada por la tecnología humana, desplazara al homo sapiens, y se ocupara ella de dirigir el proceso. Sea como fuere, es fundamental preguntarnos cuál es el papel de la filosofía en esta coyuntura.
La filosofía es el saber que intenta responder a las preguntas fundamentales del ser humano. Estas preguntas tienen que ver con el sentido de la existencia, por qué hay ser y no más bien nada, hacia dónde nos dirigimos en tanto seres libres y para empezar si somos realmente libres. Todas estas preguntas surgen de la perplejidad de sabernos finitos y de la presencia de la muerte como la otra cara de la vida. Son las preguntas que preocupan a los jóvenes liberados de las certidumbres dogmáticas.
Estas preguntas metafísicas son respondidas en la filosofía desde la razón, a diferencia de la religión que las responde desde la fe y la revelación. La reflexión racional ha dado múltiples respuestas a estos interrogantes metafísicos. Resumiendo y simplificando, podemos hablar de respuestas espiritualistas y materialistas, teístas y ateas, dualistas, monistas o pluralistas. Todas esas metafísicas son plausibles en la medida en que son racionales aunque no es posible conocer ciertamente cuáles son verdaderas y cuáles falsas. Fue el genio de Kant quien distinguió la metafísica de la ciencia y quien sostuvo que la razón humana aspira a conocer el noumeno, pero que tan solo puede conocer el fenómeno. La metafísica no es ciencia, es una aspiración hacia algo inalcanzable.
Decía Borges, el escritor argentino, que aunque no podamos acceder a las verdades últimas de la metafísica, sí sabemos que tenemos que actuar con justicia y, para decirlo con Kant, ser dignos de la felicidad. Entremos ahora en el ámbito de la ética, que estudia la acción humana en relación a lo bueno y lo malo. Kant sostuvo que si la razón teórica es limitada, la razón práctica alcanza la certidumbre y sabe absolutamente lo que está bien y lo que está mal. La razón práctica, a través de los imperativos categóricos, nos ordena actuar de una manera determinada, fundamentalmente actuando de modo que podamos sacar de nuestras acciones máximas universales, válidas para todos y en todo momento y circunstancia. El segundo imperativo nos manda a tratar a las personas como fines y nunca solamente como medios. Esto significa que no debemos utilizar a personas como si fueran cosas. Por último, dice el sabio de Königsberg, que nada hay mejor en este mundo y quizás en otros mundos, que la buena voluntad, es decir, querer el bien propio y el ajeno y actuar con benevolencia.
Si bien con Kant la ética alcanza una primacía sobre la metafísica, hay una tradición moral que se remonta al comienzo de la filosofía. Cuando Heráclito el Oscuro dice en uno de sus herméticos aforismos que “la acción es para el humano su destino”, está tratando el problema fundamental de la ética: la libertad. Afirma que el destino de los humanos es la libertad. Esto mismo lo dirá Sartre al afirmar que estamos “condenados a ser libres”.
En la Grecia clásica fue Aristóteles quien fundó la ética como disciplina independiente. Nos legó el estagirita tres éticas, La gran moral, La ética a Eudemo y La ética a Nicómaco. Básicamente, nos dice el filósofo del Liceo, que el fin supremo de nuestras acciones es la felicidad y que ésta consiste en llevar una vida buena de acuerdo a la virtud, gobernada por la razón. Llama “prudencia” a la virtud que nos dirige hacia la vida buena y que consiste en deliberar antes de actuar. A diferencia de su maestro Platón, quien concebía un Bien absoluto como único fin de nuestra acción, Aristóteles distingue muchos tipos de bienes ordenados en una jerarquía en la que lo intelectual está por encima de lo sensible. La vida buena incluye el acceso a todos los bienes, en su justa medida y prefiriendo lo superior a lo inferior.
En esa misma época vive y piensa un gran filósofo, menos conocido que Aristóteles y de quien se conservan muy pocos de sus escritos: Epicuro, el filósofo del Jardín (341-270 a.C.). Solo se han conservado de su extensa obra tres cartas y algunas sentencias gracias a la Vida y doctrinas de los filósofos ilustres, de Diógenes Laercio. También sabemos de Epicuro por su discípulo más fiel, el genial Lucrecio quien vivió dos siglos después en Roma (98- 55 a.C) y escribió De rerum natura.
Entre las mal llamadas “escuelas menores”, epicúreos, cínicos, estoicos y escépticos, encontramos grandes sabios que pueden enseñarnos a vivir mejor. Estos pensadores iluminan nuestra realidad con sus verdades y, sin embargo, apenas se los enseña en los programas de filosofía, sea en la escuela secundaria o en la universitaria. De esta manera, son unos grandes desconocidos y nos perdemos sus sugerencias para llevar una vida feliz
Epicuro concibe la ética como arte de vivir y de ser felices y para ello nos propone una vida placentera. A esta propuesta se la conoce con el nombre de hedonismo. Hoy en día, el hedonismo tiene mala prensa, pues se le confunde con la frivolidad, el consumismo vulgar y el libertinaje. Nada de esto forma parte del epicureísmo. El hedonismo concibe el placer como el bien primero y la felicidad como el sumo bien.
El placer tiene su contrario en el dolor, pero muchas veces se entremezclan. Si incurrimos en un exceso de placer, encontraremos el dolor. Si no aceptamos un poco de dolor, no obtendremos el placer buscado. Es la razón la que nos debe guiar en la búsqueda de placeres que no conlleven dolor, o que éste sea el mínimo. No hay doctrina más sobria y mesurada que la que propuso y practicó el sabio del Jardín. El fin es la serenidad y la alegría y esto no se puede conseguir dando rienda suelta a las pasiones sino, por el contrario, controlándolas y administrándolas razonablemente.
El sabio busca la felicidad y es sabio en la medida en que es feliz realmente. Para conseguirlo debe practicar la ataraxia o no-apego, la ausencia de turbaciones, una toma de distancia respecto del placer y del dolor, una cierta indiferencia que implica una no identificación con lo que nos pasa sin que podamos elegir o evitar. La ataraxia conduce al sosiego del alma, indispensable para ser feliz. Un ejemplo notable de esta no identificación con el dolor lo constatamos en una carta de Epicuro a su amigo Idomeneo, en medio de los dolores de un cólico nefrítico que lo llevó a la muerte. Le dice lo siguiente: “El cólico nefrítico y la disentería me producen atroces sufrimientos. Pero la alegría prevalece sobre ellos, gracias al recuerdo de nuestras pasadas conversaciones”.
El hedonismo epicúreo no es fácil, es un combate contra la vanidad, el anhelo de gloria, las múltiples ilusiones, los temores, la superstición y todo lo que mueve a los humanos que actúan mecánicamente, que no piensan y que, por lo mismo, sufren inevitable e inútilmente. La filosofía hedonista es un arduo camino que tiene como premio la felicidad y la tranquilidad.
Piensa Epicuro que las supersticiones provienen del miedo y de la ignorancia. Las supersticiones son productos de la imaginación y conducen al fanatismo, por lo cual el sabio debe hacer lo posible para disolverlas mediante la razón y el conocimiento verdadero. Si nos desembarazamos de las ilusiones y de las supersticiones se nos abre el camino hacia la paz, al reposo del alma. La filosofía es la clara luz de la razón contra los monstruos que engendra su sueño, es la que nos permite pasar del miedo a una serena alegría, del deseo de muerte al amor a la vida. La superstición imagina lo que no existe mientras que el conocimiento revela lo que es real. El conocimiento lleva a la serenidad como la ignorancia al miedo.
La filosofía nos hace comprender lo que hay y, por lo mismo, aceptarlo, amarlo. Nos lleva a aceptar nuestra condición de seres mortales y a superar la angustia que su no aceptación conlleva. No se trata de evadir mediante diversiones la realidad de la muerte, ni de entregarnos al ciclo de la esperanza y la decepción, sino de afrontar con lucidez y valentía la verdad. Y aquí viene la célebre reflexión de la Carta a Meneceo que dice: “Nacemos una sola vez, pues dos veces no es posible, y no podemos vivir eternamente: sin embargo, tú, no siendo dueño del mañana, ¡sometes la dicha a dilación! ¡Consumimos la vida en una inútil espera, y en ese ajetreo muere cada uno de nosotros!” Y más adelante agrega: “La muerte nada es para nosotros, porque, mientras nosotros existimos, la muerte no está presente, y cuando está presente, somos nosotros los que no estamos.” Por lo mismo, es absurdo sentir miedo de la muerte y debemos prepararnos para gozar de la vida. Aquí es donde aparece el imprescindible Carpe diem, que nos permite vivir libres del miedo a la muerte. La muerte no es nada, la vida lo es todo. Epicuro piensa que el miedo a la muerte es imaginario e incoherente y finaliza su carta diciendo: “Vivirás como un dios entre los hombres. Porque en nada se parece a un ser mortal, el hombre que vive rodeado de bienes inmortales.” Es la eternidad del presente, Carpe aeternitatem.
El epicureísmo es una filosofía de la amistad. El Jardín era una comunidad de amigos que practicaban la filosofía. Veía en la amistad “el mayor de los bienes que la sabiduría nos procura”. Es un bien natural y necesario. Es la culminación de la sabiduría: el amor de los amigos. La ausencia de dolor no basta, es necesaria la alegría que produce la amistad.
El epicureísmo conviene complementarlo con el estoicismo, como hizo Montaigne. Si leemos a Séneca, quien vivió en el siglo de Cristo, comprenderemos cómo el estoicismo nos ayuda a superar el desamparo en que vivimos los humanos. Dice María Zambrano en El pensamiento vivo de Séneca: “La filosofía estoica es amarga medicina, vigilia y desvelo; despertar a alguna verdad que pide todo nuestro valor… vemos el él a un médico, y más que a un médico a un curandero de la filosofía que… nos trae un remedio. Un remedio menos rigoroso que, más que curar, pretende aliviar, más que despertarnos, consolarnos”. ¿De qué nos consuela y alivia? De ser mortales, de la angustia y de la desesperación de sabernos tan desvalidos y vulnerables. Según la discípula de Ortega el fondo último del estoicismo es la resignación. El estoico renuncia a la esperanza sin caer en la desesperación.
Séneca nos recomienda administrar el tiempo trabajando y lo dice en una de las Cartas a Lucilio de la siguiente manera: “Haz de suerte que el tiempo que se tiene la costumbre de sustraernos o el que tú mismo dejas escapar, administres y cuides”. Y agrega: “La mayor parte de la vida se va en hacer mal, gran parte en no hacer nada y toda ella en hacer otra cosa distinta de la que se debería”. Nos recomienda actividad para no estar muertos antes de morir, pues la muerte nos acompaña siempre.
El temor y la esperanza van juntos porque los humanos huimos del presente hacia el porvenir. Quien teme y espera carece de tranquilidad, vive fuera de sí, inquieto, perturbado. Debemos aprender a estar en el presente, a hacer de él, algo eterno. Entre la nostalgia del pasado y las expectativas del futuro, se nos escapa lo único real: el momento presente. La esperanza, dice Spinoza, solo conduce a la tristeza o a la carencia, incluso si es satisfecha.
También Montaigne, mezcla de hedonista, estoico y escéptico, nos dice a propósito de la esperanza lo siguiente: Uno de los problemas que tenemos los humanos y que causa inquietud y malestar es no estar centrados en nosotros mismos, en el presente y, por el contrario ir “con la boca abierta en pos de las cosas venideras”. El temor, el deseo y la esperanza nos proyectan hacia el futuro; la prudencia nos llama a atender lo actual sin preocuparnos en exceso de lo venidero.
Así como Epicuro nos recomendaba “ocultar nuestra vida”, Séneca nos aconseja recogernos en nosotros mismos y evitar la multitud. “La conversación de muchos nos es dañosa”. También predica la sobriedad, “no comáis más que para matar el hambre, no bebáis más que para apagar la sed: no busquéis en el traje otra cosa que el preservativo del frío, ni más en vuestra casa para poneros al abrigo de las injurias del tiempo… y debéis despreciar la ostentación de embellecimientos superfluos.” Esta austeridad es hoy más que nunca necesaria en un mundo de consumismo desenfrenado y de hecatombe ecológica.
No son las cosas exteriores ni la fortuna de lo que depende nuestra felicidad, sino de nosotros mismos, de nuestros pensamientos. Los bienes del sabio van con él: la justicia, la virtud, la prudencia, la templanza y la “hermosa resolución de no estimar como bien aquello que pueda sernos arrebatado.”
Es propio del sabio estoico obrar de acuerdo a su pensamiento y querer o rechazar siempre la misma cosa, es decir, ser constante. La patria del sabio es el mundo entero. Es valiente para afrontar las dificultades y paciente para soportar los males inevitables. La felicidad no consiste en su larga duración sino en su empleo adecuado. El sabio quiere lo que la necesidad le obligaría a hacer. Libertad y necesidad coinciden.
Muchos de estos ideales presentes en estas escuelas morales de la antigüedad se plasman en una figura magnífica que fue rescatada por Margueritte Yourcenar en Memorias de Adriano: la del emperador y sabio romano Adriano. Muchas veces es a través del arte, de la literatura en este caso, como mejor podemos comprender las teorías filosóficas. Sería recomendable utilizarlas en una enseñanza de calidad.
En este tan bello como educador libro, Adriano ya anciano y enfermo cuenta su vida a Marco. Concibe su cuerpo como “ese compañero fiel, ese amigo más seguro y mejor conocido que mi alma” al que hay que cuidar y amar a pesar de que acabará por devorar a su amo.
Está viejo, pero no quiere ceder a “las imaginaciones del miedo, casi tan absurdas como las de la esperanza”. Adriano acepta la derrota que significa la enfermedad terminal y la inminencia de la muerte.
Ya no puede cazar ni montar ni nadar pero “de cada arte practicado en su tiempo, extraigo un conocimiento que me resarce en parte de los placeres perdidos”. Siente una simpatía por los buenos momentos como forma de la inmortalidad.
Se autodefine sobrio con voluptuosidad, es decir tan estoico como hedonista. Adriano puede ser ese modelo de ser humano que es indispensable para una auténtica paideia. Con este emperador-filósofo somos capaces de disfrutar desde el más simple de los goces, la comida, hasta los más refinados del espíritu como la filosofía.
Estoicismo y hedonismo se dan la mano en Adriano. Veamos cómo piensa sobre los placeres sexuales: “De todos nuestros juegos, es el único que amenaza trastornar el alma, y el único donde el jugador se abandona por fuerza al delirio del cuerpo… el juego misterioso que va del amor a un cuerpo al amor de una persona me ha parecido lo bastante bello como para consagrarle parte de mi vida…”
Quiero reparar ahora en una metáfora extraordinaria de Yourcenar para nombrar la unión del cuerpo y el alma: “nube roja cuyo relámpago es el almaEl balance que hace Adriano sobre su vida, y que tal vez es el de todos los humanos, nos muestra cuán entregados al azar y a lo fútil estamos. También nos indica la conveniencia de apoderarnos todo lo que podamos, contra el azar y la fatalidad, a través de nuestro carácter, de nuestra existencia libre.
Adriano piensa que la mayoría de los humanos son “vanos, ignorantes, ávidos, inquietos, capaces de cualquier cosa para triunfar, para hacerse valer, incluso ante sus propios ojos, o simplemente para evitar sufrir”. La grandeza consiste en buscar más la libertad que el poder y a éste en función de aquélla.
Dentro de sus prácticas de conquista de la libertad hay una que nos puede servir como aprendizaje. Consistía en aceptar su estado y condición: “Elegía lo que tenía, exigiéndome tan sólo tenerlo totalmente y saborearlo lo mejor posible. Los trabajos más tediosos se cumplían sin esfuerzo a poco que me apasionara por ellos… yo lo hacía mío al aceptarlo… he llegado finalmente a aceptarme a mí mismo”. Es la idea nietzscheana del amor fati, es decir, de amar lo que tiene que ser y suceder irremediablemente. Es lo que hace Sísifo con la piedra que está condenado a subir: elegir cargarla. Es lo que tenemos hacer con la muerte, aceptarla y, así, dejar de temerla.
Adriano fue un viajero y un ciudadano del mundo. Nos confiesa que “jamás tuve la sensación de pertenecer por completo a ningún lugar… Extranjero en todas partes, en ninguna me sentía especialmente aislado”. Esta será la condición de casi todos los humanos en un futuro muy próximo, para lo cual se necesita ese cosmopolitismo propio del estoicismo.
El sabio emperador que amó la belleza e intentó plasmarla en la vida diaria, nos dice que tuvo el ideal espartano de la Fuerza, la Justicia y las Musas. Su ideal fue la belleza y por eso declara que “me sentía responsable de la belleza del mundo: Quería que las ciudades fueran espléndidas, ventiladas, regadas por aguas límpidas, pobladas por seres humanos cuyo cuerpo no se viera estropeado por las marcas de la miseria o la servidumbre, ni por la hinchazón de una riqueza grosera; quería que los colegiales recitaran con voz justa las lecciones de un buen saber…” Esta aspiración a la belleza en el mundo es más que nunca necesaria en el mundo actual, tan marcado por la fealdad de la miseria.
Frente a un brahmán que renuncia a todo, incluso a su cuerpo, y se echa a las llamas sin un quejido y a Epicteto que “renunciaba a demasiadas cosas”, Adriano nos dice que “nada era tan peligrosamente fácil como renunciar”. Entre un ascetismo exagerado y negador de la vida y un consumismo insaciable, está el justo medio que predica y practica el sabio. El estoicismo llevado al extremo deriva en una renuncia inadecuada, por lo que hay que complementarlo con un saber alegre, y es el epicureísmo el que nos lo enseña. La verdadera obra maestra que tenemos que perseguir es la dicha del amor .El amor nos provee, y esto sería uno de los efectos más bellos del amor, de una calma propicia “para los trabajos y las disciplinas del espíritu”.
El amor es una obra de arte que los humanos debemos hacer y cuidar, no es algo gratuito y que nos es dado. También la dicha es una acción y por eso “el menor error la falsea, la menor vacilación la altera, la menor pesadez la desluce, la menor tontería la envilece”. El amor es la cúspide de la sabiduría.
Vamos a intentar sacar algunas conclusiones de lo dicho más arriba. Una enseñanza de filosofía de calidad debe en la forma y en el fondo servir para vivir mejor.
Los estudiantes, en su mayoría adolescentes, quieren respuestas a sus inquietudes existenciales y no teorías huecas. Dentro de esta búsqueda, la del contenido de la felicidad es primordial. Es la ética la que responde más directamente a esta pregunta, aunque la ética se relaciona necesariamente con la metafísica y con la antropología filosófica.
La filosofía que nos enseña a vivir mejor es la que nos invita a estar contentos con lo que hay y con lo que somos, sin por ello ser conformistas, pues dentro de lo que hay, hay mucho que cambiar.
La vida eterna, como dicen Savater y Comte-Sponville, no es otra vida distinta de esta, un ilusorio más allá, sino esta única viva vivida con verdad, con lucidez y con libertad. Tenemos que aprender a vivir la vida eterna aquí y ahora. Vivir en el ahora es el gran aprendizaje.
La sabiduría consiste en vivir sin ilusiones, aceptando la condición humana, la vida-muerte, la finitud. Vencer el odio con el amor, adquirir la ligereza que otorga la desesperanza. Superar la tristeza mediante el contento de existir.
Vivir bien es, simplemente, vivir la vida como es, sin ilusiones; en amar en lugar de odiar, en comprender lo que somos.
Una filosofía que nos enseñe a vivir con alegría y con amor es la que tenemos que implementar en los planes de enseñanza.
Una filosofía que nos enseñe a vivir bien nos enseñará también a morir. Comprender y aceptar el lado oscuro de la vida, la muerte, el dolor, la enfermedad, la locura, el aburrimiento, el desamor, es indispensable para vivir bien. La virtud nos hace estar serenos y menospreciar la muerte. Es de sabios pensar en la muerte para que no nos coja desprevenidos. Nos aconseja Montaigne aguardarla con pie firme en todas partes, combatirla, quitarle la extrañeza, acostumbrarse a ella, pensar mucho en ella.
“Deseo que la muerte me encuentre plantando mis coles”, es decir, trabajando pero sin temor, desprendido de todo.
Enseñar a morir es enseñar a vivir. Morir es algo natural dentro del orden del mundo que no podemos cambiar y que hay que aceptar. Esto nos hace gozar al máximo de la vida y de irnos contentos de ella.
La naturaleza es así: cada cosa tiene su origen en la corrupción y acabamiento de otra. Vida y muerte se co-implican.
Los bienes inmortales propios del sabio, según Epicuro, son la plenitud, la paz, el silencio, la eternidad, la soledad, el amor y la misericordia. Una filosofía que nos enseñe a vivir mejor nos acercará a ellos.
Epicuro distinguía la felicidad suprema o absoluta, propia de los dioses, de la humana “que se entiende según la adición y sustracción de placeres”. Esta es la felicidad relativa a la que podemos aspirar. La felicidad humana no está exenta de sufrimiento y consiste más bien en ese proceso de auto-realización, en esa búsqueda con altos y bajos.
Savater dice en El contenido de la felicidad, que la felicidad es ser libre y hacer lo que uno realmente quiere. La enseñanza de la filosofía de calidad tiene que indicarle a los educandos este camino de búsqueda como una invitación a la ética.
Dice Comte-Sponville en El mito de Ícaro: “La felicidad no es una cosa; es un pensamiento. No es un hecho; es una invención. No es un estado; es una acción. Digamos la palabra: la felicidad es creación. Vivir es un crear sin obra. La filosofía es la teoría de esta práctica”.
La filosofía es el arduo trabajo de pensar cómo podemos ser felices. No es algo masivo, de todo el mundo, sino de pocos, de los más esforzados. La mayoría desdeña la filosofía por inútil, pero su utilidad, ser felices, es lo más importante. Además, como dijo Spinoza en su Ética: “todo lo difícil es tan difícil como raro.”
Una enseñanza de calidad de la filosofía tiene que cambiar también en su forma. Podríamos aprender de las antiguas escuelas, la Academia, el Liceo, el Jardín, el Pórtico y, sobre todo, del ágora socrática, que la filosofía se enseña a través del diálogo libre y creativo entre amigos. Nada más lejos de este ideal que las escuelas masificadas y llenas de frustración donde actualmente se enseña a la juventud.
La mayéutica socrática sigue siendo hoy un método adecuado para la enseñanza de esta filosofía para vivir mejor. El amor al saber y la capacidad de asombro son el punto de partida de la búsqueda filosófica. El libre deseo de conocer para llevar una vida más humana, respondiendo a las preguntas ineludibles, ayudados por un guía que haya recorrido ya el camino, son ingredientes necesarios para esta enseñanza de calidad.
Domingo Araya
Bogotá, abril de 2017.
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