REVOLUCIÓN TECNOLÓGICA Y DESTINO HUMANO.
- Domingo Araya
- 23 may 2020
- 4 Min. de lectura
Escribo estas líneas bajo el impacto de la crisis mundial provocada por el
coronavirus. Entre otras cosas, este fenómeno ha desatado un sinfín de
desvaríos. Hay quien dice que la tecnología nos esclavizará y otros que nos
salvará. Mi reflexión intenta enmarcarse dentro de los límites de lo razonable,
de la mesura y de lo constructivo.
Teilhard de Chardin, en su libro El fenómeno humano, sostiene que en la
materia creada hay dos fuerzas, una que la lleva a la interioridad y otra hacia la
complejidad-consciencia. Estas dos fuerzas ínsitas a la materia explican que ya
a niveles anteriores a la aparición de la vida, en lo que se solía considerar
materia inerte, hay elementos que se creían exclusivos de la vida. Esta
tendencia es la que explica que se pase a lo micro y macro molecular, proceso
de complejidad e interioridad que culminará con la aparición de la célula viva.
La evolución no se detiene con ese logro magnífico que es la materia viva, sino
que prosigue a través de las especies vegetales y animales hasta el
surgimiento del pensamiento, sostenido por el cerebro del homo sapiens. No
vamos a repetir todos los pasos que desde el inicio de la noosfera hasta hoy va
consiguiendo la aventura de la materia inteligente. Quiero detenerme en una
idea presente en aquel magnífico libro del sabio francés: que la evolución no se
ha detenido y que prosigue su camino a través de la historia humana.
Según Teilhard, el objetivo final de la evolución es la máxima conciencia y esto
se conseguiría, en el punto Omega o final de la historia, momento de encuentro
entre el ser humano y Dios a través de la Cristogénesis. Las principales críticas
que recibió esta teleología con rasgos hegelianos apuntaban a que mezclaba la
ciencia con la religión, aunque el genial sabio distingue y aclara en un momento
del libro: hasta aquí llega el científico y aquí comienza el creyente.
No creo que la visión teilhardiana sea totalmente verdadera ni sostenible en
todas sus partes, pero hay una idea que me interesa resaltar: la evolución
busca una conciencia planetaria a través de un organismo compuesto de
cerebros: la Humanidad. Y eso se está consiguiendo en nuestros días a través
de la revolución tecnológica que estamos presenciando. Internet y la telefonía
móvil cada vez más sofisticada, han producido la globalización del planeta y
sociedades intercomunicadas inmediatamente.
Cambiemos de visión y sigamos por un momento a Harari en su libro Homo
Deus. Sostiene este investigador que nos dirigimos hacia el dominio universal
de la mega-máquina o inteligencia artificial. Pronto llegará la posibilidad de
vencer la muerte, la enfermedad y la pobreza, las tres causas del sufrimiento
que descubrió el príncipe Gautama al salir del encierro de su palacio. Pero el
costo de semejante conquista sería la esclavitud total a un poder impersonal
informático.
Ivan Illich, investigador austríaco afincado en México, en su La
convivencialidad, estableció hace años que la técnica en sí, era neutra, ni
buena ni mala. Todo depende del uso que hagamos de ella. Si pasamos de un
límite o umbral de uso, la tecnología se convierte en nuestro amo y nosotros,
sus usuarios, en esclavos; el uso en abuso. Para evitar esa calamidad, nos
recomienda un uso prudente de los inventos técnicos. Tener claros los límites,
no sobrepasarlos, limitarnos, contenernos, a todo eso llama este autor
“austeridad”. Esta austeridad es la condición de la convivencialidad, es decir,
de una vida buena en común.
André Leroy-Gourham, en su El gesto y la palabra, pone a la técnica como
elemento determinante del proceso histórico. Cada invento tecnológico produce
efectos mentales y culturales. La fabricación de herramientas y la talla de
piedras produjeron nuevas conexiones cerebrales. También Edgar Morin en su
El paradigma perdido: la naturaleza humana, dice que la técnica es uno de los
factores fundamentales de la hominización. Según esta concepción, la actual
revolución tecnológica producirá cambios que por ahora apenas
comprendemos pues carecemos de la distancia necesaria para ver bien.
La disyuntiva que se abre podríamos expresarla en los siguientes términos: la
técnica nos ayudará a mejorar como seres humanos que vivimos en comunidad
o nos idiotizará y esclavizará completamente. La filosofía desde siempre ha
procurado influir para que suceda lo primero. Ya Aristóteles sostuvo que el día
en el que la rueda del telar se mueva sola ya no harían falta esclavos. Gran
parte de la filosofía del siglo XX nos advierte sobre los peligros de la técnica y
sobre la necesidad de ser los amos de la máquina y no sus esclavos
También en los Evangelios encontramos claves para comprender que mediante
la técnica podemos dominar el mundo pero si perdemos el alma, de nada nos
serviría. También en el episodio en que Jesús visita a una mujer de nombre
Marta, quien tenía una hermana de nombre María, “la cual, sentada a los pies
del Señor, escuchaba su palabra. Marta andaba afanada en los muchos
cuidados del servicio, y acercándose, dijo: Señor, ¿no te da enfado que mi
hermana me deje a mí sola en el servicio? Dile pues que me ayude. Respondió
el Señor y le dijo: Marta, Marta, tú te inquietas y turbas por muchas cosas; pero
pocas son necesarias, o más bien una sola. María ha escogido la mejor parte,
que no le será arrebatada.” (San Lucas 10-11).
La sola cosa necesaria es la que hace María: escuchar la sabiduría sin
distraerse, contemplar con atención. La mayoría vivimos inquietos y turbados
por muchas cosas innecesarias, consumiendo ansiosamente y encandilados
por las nuevas tecnologías. Lo único que puede ayudarnos a escapar al
dominio absoluto de la técnica es un pensamiento no instrumental que nos
haga libres y dueños de nosotros mismos y de las fuerzas que hemos
conseguido desplegar.
La técnica es un útil que puede ser bien o mal utilizado. El uso liberador de la
técnica depende del nivel de conciencia que tengamos. Con un nivel bajo la
usaremos para destruir, como se ha visto en la historia; si tenemos un nivel alto
nos servirá para construir una convivencia armónica entre los humanos y con la
naturaleza.
Madrid, mayo de 2020.
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