ÉTICA Y CORONAVIRUS
- Domingo Araya
- 23 may 2020
- 4 Min. de lectura
La ética se ocupa de la acción moral humana, es decir, de la acción libre, de
aquella en la que podemos deliberar y elegir. Para Aristóteles, fundador de la
ética como saber independiente, el acto moral persigue el Bien. El Bien, a
diferencia de lo que pensaba su maestro Platón, se dice de muchas maneras.
Puede ser el placer, la salud, las riquezas, la amistad, el conocimiento y
también el Bien supremo o Dios. Todos los actos humanos buscan la felicidad,
que es entendida como una vida virtuosa gobernada por la razón. El
compendio de las principales virtudes constituye la magnanimidad o grandeza
de alma.
Kant, renovador de la ética, atiende más a la intención que guía la acción que
al contenido, más a la forma, al cómo, que a la materia o al qué. Si la razón
teórica o científica es muy limitada, solo puede conocer el fenómeno y no la
cosa en sí o noumeno, por el contrario, la razón práctica o moral, sabe
ciertamente distinguir el bien del mal. Para este pensador, la Ley moral está
inscrita en la conciencia moral humana.
Cambiando de registro, el escritor Borges, en 1969, escribió una memorable
“Oración” que, en una de sus partes dice: “Desconocemos los designios del
universo, pero sabemos que razonar con lucidez y obrar con justicia es ayudar
a esos designios, que no nos serán revelados”. Es decir, coincide con Kant en
que la metafísica nos está vedada, pero no la ética, pues nuestra conciencia
moral sabe cómo actuar.
El intelectualismo moral que defendía Sócrates y que, coincidiendo con los
Evangelios, pone como causa del mal a la ignorancia, no significa que el
intelecto humano sea infalible, sino que hay que superarlo hacia una
comprensión más amplia y cabal. Comprender es más que entender, pensar
más que conocer. Si comprendiéramos desde esa Conciencia que los griegos
llamaron Logos, nuestra acción sería la adecuada. Pecamos por alejamiento de
esa Conciencia, porque nos restringimos al entendimiento.
Por todo lo anterior, no siempre actuamos bien, pues muchas veces
–desgraciadamente- sabiendo lo que es bueno hacemos el mal. Esto se debe a
que también existen en nosotros las pasiones, que son más fuertes que la
conciencia moral y que interfieren en las decisiones morales de la voluntad.
En estos momentos de profunda crisis planetaria provocada puntualmente por
el coronavirus, pero que se arrastra desde el origen de nuestra historia, urge
una ética que ilumine nuestra acción. La crisis sanitaria y económica, el
confinamiento y el hundimiento de la economía exigen de nosotros una
reacción ética.
La historia humana, míticamente, se origina con el asesinato de Abel por Caín.
Dice la Biblia en Génesis, 4: “Dijo Caín a Abel, su hermano: “Vamos al campo”.
Y cuando estuvieron en el campo, se alzó Caín contra Abel, su hermano, y le
mató. Preguntó Yavé a Caín. “¿Dónde está Abel, tu hermano?” Contestóle:
“No sé. ¿Soy acaso el guardián de mi hermano?”
Este es el episodio que funda la historia sangrienta y homicida de la
Humanidad. Y ante la pregunta de la Conciencia o Dios, la respuesta evasiva
de Caín es: “No sé”. En esta respuesta se refleja el intento de evadir la
responsabilidad del acto cometido.
De este episodio bíblico, simbólico, arranca la ética de Emannuel Levinas, ética
que contrapone el amor al odio al Otro. Nos dice que somos el guardián de los
restantes humanos, aunque no queramos serlo. Toda la ética levinasiana se
incardina en el amor al Otro que, impulsivamente, querríamos asesinar.
La ética a la que la crisis del coronavirus nos convoca es la contraria a la que
ha predominado a lo largo de nuestra trayectoria sobre el planeta. No es al
dominio del Otro, a su explotación, sino a su protección, su promoción, su
cuidado a lo que nos llama esta nueva ética.
Cuando a Cristo le preguntan en qué consiste su enseñanza, responde con dos
mandatos: amar a Dios con toda el alma y al prójimo como a uno mismo. El
doctor de la Ley, que es quien hace la pregunta, vuelve a preguntar: “¿Y quién
es el prójimo?” Es el Otro semejante, cualquier ser humano.
La ética que el coronavirus y sus consecuencias suscita es una ética de amor
al Otro, a todo Otro sin distinción y, sobre todo, al necesitado. Somos el
guardián del Otro, debemos cuidarle y socorrerle. Tras esta crisis mundial
habrá un aumento exponencial de necesitados y no habrá que ir a lugares
lejanos para encontrarlos, pues golpearán a nuestras puertas y tendremos que
decidir si abrirles o levantar los hombros y decir, evasivamente, como Caín, “no
sé”.
Kant decía, en su segundo imperativo categórico, que hay que tratar siempre al
Otro como un fin y nunca solamente como un medio. Esto significa que no
debemos utilizar nunca a otro ser humano como si fuera meramente una cosa,
un útil, sino, al mismo tiempo como un fin, es decir como un ser con un valor
infinito, sin precio y con dignidad.
Dice Savater en su Invitación a la ética que la nobleza consiste en una mezcla
de valentía y generosidad. Por la primera virtud nos atrevemos a arrostrar
grandes peligros; por la segunda nos damos al servicio y protección de los
necesitados.
La tarea que tenemos delante es inmensa y urgente, pues el hambre y la
miseria serán la nueva realidad del mundo. Si no hay un cambio del egoísmo
hacia el altruismo, del consumismo a la austeridad, de la competencia a la
cooperación, habrá más odio y muerte que hasta el presente. Guerras y
hambrunas devastarán la tierra. La muerte, Tanatos, triunfará sobre Eros, y ese
triunfo será el fracaso de la Vida sobre la Tierra.
¿Cómo producir ese cambio? Se trata de una revolución interior, espiritual, que
redundará en un cambio en el mundo exterior. La educación ética tiene un
importante papel en ese cambio. Nos enseñará a, como dice Borges, pensar
con lucidez y actuar con justicia.
Madrid, mayo de 2020.
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